Estoy sentado en una piedra, en un valle entre cuatro cerros. Atardece, la luz menguando me hace sentir enorme. Como hay pastizales creí que era un buen lugar para hacer yoga, pero son pastos durísimos y largos. Me pongo a leer un mail impreso de una amiga y me emociono. En cada cerro la luz cumple una ceremonia diferente. De golpe se me acercan cuatro caballos. Un tordillo, dos gateados (uno mucho más oscuro que el otro) y un cebruno. Primero viene el gateado claro, a estudiarme. Le sonrío, pero carraspeo la garganta y se asusta y se aleja. Le hablo, lo tranquilizo, y al rato se vuelve a acercar. Se me para a dos metros y me mira. Al rato vienen los otros tres caballos. Me da risa la cara con que me miran, me río, me rodean. Les hablo un rato, les cuento mis cosas. Se van. Corretean por ahí, juegan, comen, compartimos el potrero.
Me dan ganas de contarle a mi amiga el lugar donde leí su mail.
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