Caminé solo, por la montaña, subiendo, unos cuatro o cinco kilómetros. Durante toda la primera parte del trayecto me acompañó, o yo acompañé a, una lluvia muy delicada, de gotas chicas, frías, constantes. Tuve frío y mis zapatillas no son buenas: en un momento hice una curva, rodeando la montaña, se abrió el paisaje y tuve miedo, no, miedo no, pero me daba cuenta de que lo que estaba haciendo era peligroso, fue vértigo, un vértigo de una intensidad que no había sentido nunca, reforzado por lo impresionante del paisaje, por la neblinita que me decía que estoy adentro de una nube de lluvia, por los colores del cielo, de los cielos, que se hacían uno con la montaña. Me paralicé, de verdad no podía moverme, agarrado de una piedra con las rodillas dobladas y mirando para adelante, y no sabía si correspondía moverme. Un resbalón y si me caía me moría. Pero seguí caminando, con el miedo y todo, y estuvo bien, porque a la siguiente vuelta a esas rocas inmensas encontré una planta hermosa, marrón oscura con florcitas azules perladas por la lluvia.
Fue el primer momento del viaje en que me sentí absolutamente contento, encontrando lo que vine a buscar. Pero ahora me invade una sensación de inquietud, una disconformidad por no poder alcanzar realmente toda esa belleza, por no poder hacerme realmente uno con lo que percibo.
Para eso el zazen, para eso la ayahuasca, para eso hacer silencio, vaciarme de energías superfluas. Creo que un día lo voy a alcanzar, y que ese día voy a estar, desde mucho tiempo y muchas experiencias atrás, del todo despreocupado por esta cuestión, y ni me voy a dar cuenta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario