jueves, 5 de febrero de 2015

Estoy sentado en una banqueta adelante de una botella de vino de damajuana. Soy el único que está solo y callado, es lindo. No tengo ganas de conocer gente, tampoco chicas. Hasta recién estuve tirado en la hamaca paraguaya mirando los relámpagos. Casi todos comen pizzas, tienen una pinta bárbara. Yo me pedí una hamburguesota porque es lo que viene con más verduras y siento que no como una verdura desde hace siglos.
Hablando de tiempo: acá los días tienen 48 horas, uno se queda mirándolos embobado como una vaca.
Las únicas dos chicas lindas creo que son novias.
Hoy casi no coqueé. La cabeza se me agranda y se me vuelve a achicar. Como casi cualquier sensación, puede ser lindo. Se camina como se camina en un sueño. En mis otros viajes me acostumbré a usar la musculatura: cargar peso, caminar distancias largas y en subida, escalar, trabajar. Pero acá no se puede hacer nada de eso, te quedás sin aire antes. Ahora que lo pienso, en el sur se ven cuerpos mucho más fuertes que en el norte. Con toda esta comida tan zarpada y todo este vino malo voy a volver a Buenos Aires panzoncito y feliz.
No se me ocurre la manera en que yo pueda enamorarme de nuevo. Claro, qué resistencia cobarde: enamorarme de nuevo sería alejarme un poco más de Mari.
Va a tocar una banda de folklore.
Esto no puede ser más hermoso.

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